Por aquel entonces, se consideraba al toro un animal sagrado, y dicha tortura consistía en una estatua de toro o buey de bronce, hueca y con una puerta lateral donde se introducía al prisionero. Posteriormente se encendía una gran hoguera bajo la panza de la estatua, así que el reo era asado a fuego lento y en "papillote".

Lo "gracioso" de esta clase de tortura es que la única apertura era la boca y los orificios nasales del animal, por lo que los gritos del reo salían transformados en bramidos de morlaco debido a la resonancia de la cavidad, acompañados de vapor y humo procedente del asado.

El primero en probar este curioso invento fue precisamente su diseñador, Perillos, y hasta la Edad Media se realizó con asiduidad, siendo cocinados en su jugo incluso Santos Católicos como San Eustaquio.